Hoy me arrodillo una vez más ante el misterio de la muerte, no con desesperación, sino con reverencia. Porque aunque se apaga una vida muy importante para mí, no se extingue la esperanza. Y aunque los brazos de mi padre ya no me van a abrazar, sé con absoluta certeza que es recibido por los brazos eternos del Padre celestial.

Adiós, papá. A Dios, papá. Te encomiendo a Dios.

Llegó el momento de despedir a nuestro padre. Y aunque se enfrentan un puñado de sentimientos. Propios de nuestra relación humana y nuestras creencias firmes, en esas tres frases iniciales se encuentra toda la respuesta: nuestro padre ya está con Dios. Con su Padre. Con su Creador. Con el Autor del amor. Con el Artista de los paisajes que él supo retratar con su cámara, su compañera fiel, con la que capturó belleza para recordarnos la grandeza de Dios.

Este tiempo de tribulación que hemos atravesado como familia, y que yo viví en la intimidad junto a mi padre, mi amigo fiel, me permitió seguir aprendiendo. Creí estar preparado: por mi edad, por haber vivido la pérdida de un hijo, por haber enfrentado tormentas que me pulieron y quebraron… pero no lo estaba. Hoy, al hablar con mi hijo Ezequiel, comprendí que uno nunca está listo para ver partir a su padre.

Ezequiel, con su corazón adolescente pero sabio, me dijo:

– “Papi, estamos hablando del abuelo. El único ser humano que conocí que, ante cualquier adversidad, buscaba en su memoria una respuesta basada en la Palabra de Dios. ¿Sabés qué te diría ahora? Te recomendaría leer Filipenses 4:6”, y sonrió.

Y así, una vez más, mi viejito, con la ternura de siempre, se las ingenió para calmar mi angustia a través de su nieto. Acarició mi alma con palabras que reconfortan y me devuelven a la Fe con la que fui construido: “No se preocupen por nada; en cambio, oren por todo. Díganle a Dios lo que necesitan y denle gracias por todo lo que Él ha hecho.”

Lamento con el corazón que la voluntad de nuestro Padre celestial se haya manifestado llevándose a mi papá a sus 76 años. Pero también, desde la mirada que él mismo me enseñó, entiendo esta partida como una pausa. Y cito las últimas palabras que mi papá me pronunció, firmes y serenas: “Dios quiere lo mejor para nosotros”, mientras me miraba con sus bellos ojos transparentes y llenos de paz.

Así fue él: firme, inquebrantable. Nunca dudó. Nunca tuvo miedo. Con su último aliento me regaló paz. Me compartió su confianza. Me entregó su seguridad.

En Jeremías 29:11 ya estaba escrito:

“Pues yo sé los planes que tengo para ustedes -dice el Señor-. Son planes para lo bueno y no para lo malo.”

Hoy, mi papá simplemente cortó camino. Se adelantó al encuentro eterno que juntos compartiremos. Y si alguien se atreviera a preguntar en medio del dolor

-¿y ahora qué será de nuestra Fe?

-¿Nos falló Dios?

Le respondería sin dudar: No!!! Nuestra Fe no se aferra a los resultados. Se aferra a nuestro Señor Jesucristo, que vive. A nuestro Padre, que controla todo. A ese Dios que sostiene cuando todo lo demás se cae.

Charles Spurgeon, el autor preferido de mi papá, quien encontraba en él una constante inspiración, decía: «Dios es demasiado bueno para ser cruel, y demasiado sabio para equivocarse. Cuando no podemos ver Su mano, debemos confiar en Su corazón».

Mi alma necesita agradecer, con humildad profunda, a todos los que oraron y nos acompañaron. Les doy esta certeza: sus oraciones fueron escuchadas. Dios las respondió dándonos fortaleza cuando nos quebrábamos, unidad cuando todo se tensaba, y comunión con Él cuando más la necesitábamos. “Mi poder actúa mejor en la debilidad” dice 2da. Corintios 12:9, y hoy lo comprobamos.

Gracias, viejito, por hacerme conocer a Dios. Gracias por regalarme música. Gracias por enseñarme fotografía. Gracias por tus lecciones sobre arte y composición. Gracias por haber sido el mayor ejemplo de lo que Dios quiere para sus hijos. Gracias por tus lecciones de geografía, de historia… Gracias por enseñarme teología y filosofía en apasionadas charlas interminables. Gracias por tu paciencia infinita. Gracias por perdonarme en cada equivocación. Gracias por criarme haciéndome creer que yo era especial, inteligente y talentoso. Sin todo ese estímulo, jamás me habría desarrollado. Gracias por expresarme tu orgullo cada vez que tuviste la oportunidad. Gracias por amarme y hacérmelo saber. Gracias por amar a mi esposa y a mis hijos. Gracias por la vida que me regalaste. Gracias por enseñarme a confiar en nuestro Padre en común.

No me va a alcanzar la vida para agradecerte papá. Te voy a extrañar!

Me consuela saber que nos separaremos por un momento. Lo que dura una vida.

Un instante… pero con la promesa gloriosa de un reencuentro sin despedidas.

Y en eso vamos a descansar.

Escribe: Josho Campillay